-¿Remando siempre, contra viento y marea?
-¿Yo?... Siempre. Remando siempre. Contra viento y marea. Por mis hijos... remaré y remaré. Hasta agotar mis fuerzas.
La llamaban asi, la Tía Rema, porque siempre contestaba de la misma manera, cuando de arrimar el hombro o de luchar por una causa que ella creyera justa se trataba. Y en los pueblos pequeños, o grandes, incluso hasta en los barrios de las ciudades se le apoda a las personas por alguna carasterística peculiar, por algún detalle sabresaliente. Pero en los pueblos pequeños se conoce más a los vecinos por su mote que por el nombre que le pusieron en la pila bautismal. Ni tiene nada de extraño que escogieron lo de remar porque allí sonaba muy exótico. Tenían una ligera idea de lo que significaba, pero verlo, verlo, lo que se dice verlo... pues no: el mar estaba a miles de kilómetros. A ella no le importaba porque en su pueblo a un vecino muy feo lo llamaban 'Pito de Oro' porque en contraste sus dos hijas eran unas verdaderas beldades. De modo que estaba acostumbrada a esos nuevos bautizos.
Le Tía Rema llegó a aquel lugar años antes de proclamarse la II República. Era asturiana. De un pueblo pesquero. Alta, fuerte. De pecho prominente. Ojos azules, alegres, nerviosos. Frente ancha, pelo blanco y una berruga en la mejilla derecha de la que le salía un pelo negro. Reía a carcajada limpia. Entonces su cara se ponía colorada. A pesar de su berruga no era fea. Y desde luego muy simpatica y habladora.
Conoció a Remigio, su marido, en alguna ciudad del norte de España, un jueves cuando soldados y criadas tenían permiso de asueto. Él estaba sirviendo en el Ejércitó y ella hacía lo propio en una casa de señoritos.
Se conocieron. Si. Se conocieron demasiado y... se casaron poco antes de licenciarse. Por causas que es facil entender. Y basta.
La llevó al pueblo donde tuvieron cinco hijos. Remigio en 1936 se alistó otra vez en el Ejército esta vez para defender a la II República, muriendo en el frente de guerra.
La Tía Rema no se amilanó por eso y siguió batallando. Si alguien expresaba su admiración por el coraje de ella en su presencia, decía
-¿Yo?... Siempre. Remando siempre. Contra viento y marea. Por mis hijos... remaré y remaré. Hasta agotar mis fuerzas.
La contestación estaba llena de sentido. No era una frase vacía. Reflejaba cabalmente su actitud ante la vida. Su coraje para enfrentar las dificultades que entrañaba alimentar a cinco hijos en un tiempo de carencias. Es decir: remar y remar; contra viento y marea. Se dice fácil.
Ese proceder decidido, valiente, era del conocimiento en el Cuartel de la Guardia Civil, cuyo sargento se la tenía jurada. Sabía por los chivatos que atravesaba montes y riscos por la noche sin detenerla el frío. Trayéndose al hombro muchos kilómetros camida de estraperlo. Nunca la había pillado. Eso le reconcomía al sargento.
Un día, cerca de Navidad, le llegó el soplo de que la Tía Rema se había ido por la mañana a un punto en concreto. Y a la vuelta, por la noche, tenía que pasar obligatoriamente por las orillas del arroyo Mataburras.
Luego arrimada a la pared de las primeras casas, se iría por el callejón Abrazamozas hasta las puertas traseras de su corral.
-¡Numerooooooooo! -voceó el sargento.
-¡A sus órdenes, mi sargento!
-Esta noche esperaéis a la Tía Rema en el callejón Abrazamozas.
-¿Y si tarda o no viene?
-La traéis como sea, ¡¿entendido?!
-¡Si, mi sargento!
A la Tía Rema nunca la había pillado los civiles con su carga porque tenía un amigo en el pueblo que la avisaba colocando un pañuelo rojo entre las piedras de una tapia que cercaba un prado de su propiedad y que corría paralela a la curva del río Mataburras. Desde allí, parapetada tras las tapias podía las primeras casas. Y en noches de nevada cualquier movimiento se percibía desde su prado.
La Tía Rema estaba de regreso cerca de la una de la mañana. Venía muy cansada porque la nieve le había azotado de frente durante todo la travesía. Era una nieve que por allí llamaban rabia porque azotaba rabiosa la cara con unos copos que eran como finísimos alfileres que le pinchaban la cara. Afortunadamente para ella ya estaba casi en su casa. El peligro mayor había pasado. Al llegar a la tapia, vio, casi de milagro porque la altura de la nieve comenzaba ya a taparlo, el paño rojo. Era un contratiempo por lo cansada que estaba. Ahora no tenía más remedio que esperar. Porque después del esfuerzo realizado no iba a dejar abandonada la comida de sus hijos para que esos civilones se quedaran con ella. Ni hablar. Eso sería dejar de ser lo que era, la Tía Rema. Y ella remaba siempre contra viento y marea. De eso no cabía duda. Como tampoco iba a darle la satisfacción, a ese perro de sargento, de contemplarla como le pegaban con los vergajos.
Dio la vuelta a la tapia hasta que encontró un espacio donde había menos nieve y desde también se divisaba el pueblo. Escondió el saco tapándolo con la nieve. Se acurrucó haciéndose un ovillo.
-¡Qué bien se estaba! -pensó después de haber caminado horas y horas.
Miró al cielo. Nevaba menos. Luego miró al pueblo rodeado de una especie de neblina blacuzca. Silencio absoluto.
-Esperaré. Que se jodan de frío los guardias civiles esperándome. Ya se cansarán. Tienen que pasar obligatoriamente por ahí -y señaló con el dedo índice entre dos casas- entonces cojo el sacó y...
La pareja de la Guardia Civil esperó y esperó. No venía la Tía Rema y ellos estaban helándose. El sargento, furioso, los mandó regresar.
- Otra vez la puta esa se me ha escapado. ¡Cagüen la madre que la parió!
El pueblo se alarmó porque la Tía Rema no apareció ni por la noche, ni a la madrugada, a ni al día siguiente. Empezó a correr el rumor de que había sido detenida por la Guardia Civil y que de la paliza que le habían dado había muerto deshaciéndose del cadaver. El sargento, todos lo sabían, era una bestia. Lo que les hizo temer lo peor. Por eso se difundió la creencia de un crimen perpetrado por la Benemérita. Los días siguientes siguió nevando. A pesar de ello, el amigo de la Tía Rema se atrevió a acercarse hasta el prado para ver si averiguaba algo. Nada. No encontró rastro de su amiga. Lo comentó a ciertos vecinos amigos de él. Indicándoles que él le había avisado de la presencia de la Guardia Civil en el callejón de Abrazamozas. Todos llegaron a la conclusión, lo mismo que el pueblo, de un crimen perpetrado por los civiles. Si no, ¿dónde estaba el cuerpo de la Tía Rema?...
Unos días después, salió el sol. La temperatura se suavizó. Caía el agua por los canalones. De cuando en cuando, de los tejados se desprendían bloques de nieve produciendo en el suelo un sonido sordo y hueco. Salían a las calles las gentes. Mas animadas, más alegres. Hasta los pájaros se confundían y comenzaban a cantar como si fuera primavera. Los niños se desperdigaron por el contorno hundiéndose en la nieve. Avanzaban con dificultad, mientras se tiraban bolas de nieve. Solo una sombra teñía los corazones de las gentes: el recuerdo de la Tía Rema.
-¡La Tía Rema, la Tía Rema! -gritaron unos niños.
Todos corrieron hasta donde se oían las voces de los niños. Hasta la Guardia Civil. Efectivamente, la cabeza de la Tía Roma asomaba de la nieve. En el lugar donde se acurrucó. Estaba congelada.
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