Cuando llegó del paseo matinal los albañiles
estaban allí y la casa patas arriba. No había sitio donde sentarse. El único
asiento, su preferido, el sillón de mimbre, ocupado por un ser que no era él; quién, ajeno a todo barullo, o eso parecía, dormitaba, como un señor, calentado y
acunado por los rayos del sol que entraban a raudales por los grandes ventanales
del salón.
¿Qué hacer?
Si lo lanzaba de ese trono casero, donde dormitaba,
cometería un acto violento. Y eso era… políticamente incorrecto.
Se sonrió
porque era una bobada. Una elucubración o pensamiento realmente estúpido que,
no obstante, tenía su importancia; no en este caso, claro, que era, la verdad, una
majadería. Bueno, una majadería, majadería… tampoco. Simplemente… era mear
fuera del tiesto. Porque, ¡por Dios!, tampoco era para tanto...
Había sacado las
cosas de quicio, pensó, riéndose, medio en broma medio en serio. Sin embargo, sacó las cosas
de quicio empujado, que duda cabe, por la política y los políticos que, quisiera
o no, lo llenaban todo, hasta situaciones nimias, cómicas, tan estúpidas, como
en el caso que estamos narrando; en que una persona cansada no puede holgar porque otro ser impide ese merecido recreo como Dios manda, cuando se encuentra, de improviso, con toda su casa patas arriba porque que a unos albañiles se le ha ocurrido
acercarse a arreglar el patio interior de su casa, teniendo, como han tenido,
días y días para venir y no este, precisamente este, en que, cansado de su
matinal paseo se encuentra con otro ser, vivo como él, exactamente como él que es dueño y señor de la casa, y se
le pone a dormir en el único asiento libre de trastos, el preferido por el
amo de casa…
Se estaba cabreando por varios motivos: por su irresolución estúpida, por la situación estúpida, por el pensamiento estúpido acerca de la violencia y de lo políticamente correcto o incorrecto, cuando lo que quería era, simplemente, descansar, aposentar su trasero en el sillón ocupado por otro y…
Y su hija y su hijo, adivinando su intención, dijeron:
Se estaba cabreando por varios motivos: por su irresolución estúpida, por la situación estúpida, por el pensamiento estúpido acerca de la violencia y de lo políticamente correcto o incorrecto, cuando lo que quería era, simplemente, descansar, aposentar su trasero en el sillón ocupado por otro y…
Y su hija y su hijo, adivinando su intención, dijeron:
-Papá, déjalo descansar, ¡pobrecito! Tienes
el taburete…
¡Otros que tal! Se han vuelto tan, tan… tiernos que hasta… En fin…
Dejó el salón y fue a echar un vistazo a los albañiles. Metían en ese momento la hormigonera en una habitación, la última antes de introducirla en el patio interior. Todo ello después de haber salvado varios obstáculos, aparentemente insalvables. Pero su práctica, su buen hacer, su pericia y su cerebro lograron el milagro de atravesar lo impenetrable. Y ahora se encontraban con el último y definitivo impedimento para poder acceder a ese habitáculo interior. Midieron el ancho de la hormigonera y de la puerta.
-¡Ufff! Difícil lo tenemos -dijo uno de los albañiles.
-¿Y eso?
-Bueno, porque es un pelín mas ancha la hormigonera que la puerta.
-Alguna solución habrá, ¿no?
-Siempre la hay.
-Espera, vamos a darle la vuelta a la hormigonera -propuso el otro albañil.
Y se pusieron manos a la obra. Músculos en tensión. Tantearon. Maniobraron. Movieron... Sudaban. Nada. No había nada que hacer.
-¡Joder! ¿Me vais a dejar el patio sin arreglar?
-¡No! Encontraremos la solución. No hay callejones sin salida.
-A lo mejor tenemos que romper el marco -advirtió uno de los albañiles.
-Bueno, haced lo que tengáis que hacer.
Su cuerpo pedía descanso. Las piernas le temblaban. Volvió al salón y se sentó en el taburete. Pero no se encontraba a gusto. Delante de él el otro ser ocupaba su trono de rey de la casa. Y él destronado. Desplazado del poder familiar. No podía ser eso. O uno u otro. No había término conciliador. Eso lo tenía claro. Se enfadasen su hijos o no.
-Además, ¿por qué tengo que seguir con estas majaderías, con estos dilemas? Con lo sencillo que es…
En ese momento llegó hasta sus oídos un ruido como de algo que se astillaba.
-¡Ah, el marco se ha roto! Ha saltado hecho astillas. Seguro.
Escuchó. No tenía ganas de ir a ver el estropicio. Ya lo arreglarían.
Al poco los albañiles comenzaron a picar en la pared del patio interior. Luego se oyó el rodar de la hormigonera.
Y él, harto de taburete, se acercó al sillón y con toque casi cariñoso, como si le pidiera permiso, vamos, con modales educados, cordiales, afable, casi pidiéndole por favor que se fuera de allí porque quería sentarse a descansar y era su sitio preferido. Mas el dormilón abrió los ojos, refunfuñó y estirando sus miembros volvió a cerrar los ojos. Entonces, este hombre, cariñoso, amable, educado, este paseante mañanero, echo una furia, salido de sus casillas, dio un manotazo, echando del asiento al gato, quien con maullido de protesta y un suave arañazo de despedida saltó del sillón ocupándolo inmediatamente él, el rey de la casa, el señor de esa morada, el amo.
¡Qué bien se estaba, allí, bien mullido, calentito y acariciado por el sol que penetraba, bienhechor, por los grandes ventanales! ¡Viva la Violencia! ¡Viva esta Violencia! Con incorrección y todo.
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