Regreso a Sefarad
Se despierta intranquilo. El autobús enfila, subiendo un puerto, una zona de curvas. La brumazón se cierne sobre el paisaje. El conductor mete las marchas convenientes a la pendiente pronunciada y el vehículo resfriado carraspea.
Desde la ventanilla del autobús que le conducía a Hervás (Cáceres) contemplaba el paisaje dejándose penetrar por las imágenes que iba viendo como un convaleciente -como lo que era- con indolencia, con desgana, desvalido ante lo que pudiera acontecerle.
Había planificado con su prima Sara el éxodo a USA -huida al "monstruo" y ya sin "la honda de David"- consultando la guía "Caminos de Sefarad" y un mapa de España; después de barajar algunos itinerarios se decidieron por Ávila, Salamanca y, de esta ciudad, a Hervás en autobús.
-- Te escribiré a este hostal: "Sinagoga"; debe ser precioso -- dijo su prima con la voz dulcísima mirándole con la faz "tierna" y "doliente" de las hembras judías, según él.
Al principio siguió el plan a rajatabla quedándose en Ávila dos días; luego, en Salamanca, lo cambió de repente: los tres días que pensaba permanecer en la ciudad se transformaron en tres horas; no porque estuviera a disgusto, que no lo estaba, sino porque sentía la necesidad de huir, de alejarse de donde fuera, de poner tierra por medio; influyó, que duda cabe, la angustia que sentía de quedarse solo en un lugar extraño; además, calculaba, y era la primera vez que lo hacía, por los gastos hechos, que a ese ritmo se quedaría pronto sin un céntimo de la herencia; tomó unos vinos, eso sí, por la Plaza Mayor -muy hermosa por cierto- y entró en una gran librería comprobando el libresco reflejo de la influencia judía en España años ha; pero viva, lo que se dice vivita y coleando, no la veía por parte alguna.
El sordo ronquido del vehículo que comenzaba un repecho le distrajo los pensamientos.
Restregó sus ojos contemplando los campos de labor: el sol destacaba los sembrados como remiendos de una colcha verde primorosamente cosidos; diferentes tonalidades verdosas, onduladas por el viento, resaltaban la singularidad de los diferentes cultivos: trigo, cebada, girasol, centeno, garbanzos, remolacha ...
No eran diferentes estos campos de otros muchos que pudo ver viajando por la Unión Soviética, como militante del Partido Comunista, en diferentes misiones.
El paisaje de Castilla, sin embargo, le había producido el mismo resultado beneficioso que si se hubiera tomado un bálsamo o un medicamento.
El rumor profundo y continuado del vehículo le adormeció.
En el duermevela sueña y piensa; y pensamientos y sueños se entrelazan.
Recuerda el sueño que mata a su padre.
Le entró una profunda tristeza al recordar a sus padres fallecidos y enterrados allá, en Tashkent; no pudo contener las lágrimas que resbalaron silenciosas hasta la comisura de sus labios entre el negro boscaje de su barba; ¡como pasa el tiempo! sus padres, ayer vivos y alegres, hoy muertos y tristes envueltos por la bruma helada, ateridos de frío; olvidados por el hijo que hasta hoy había oficiado de enterrador lanzando paladas de olvido cada día.
No le extraña nada ahora el sueño.
Ese "olvido oxidado que todo lo entierra", como lo definió el poeta, tenía que ser combatido con el recuerdo. Y lo combatiría ¡vaya si lo combatiría!
El primero en morir fue su padre. ¡Ah, su padre! ¡Qué buen amigo y camarada!
Cuando falleció, León Saldaviel Anqaua, estaba muy lejos de la ciudad de Tashkent. Se lo comunicaron como se hacen esas cosas con cierta delicadeza, "ven lo mas pronto posible; tu padre está grave"; supo enseguida que había muerto; alquiló un taxi para llegar al entierro y no quiso que levantaran la tapa del ataúd: se negó en rotundo; prefirió recordarlo en toda su riqueza humana ajena a los puros elementos minerales que, posiblemente -posiblemente no, seguro- son la base de lo que somos, mas él no quería constatar la grosera materialidad en la que había caído su padre, para eso estaban los manuales científicos; prefirió recordarlo cuando de niño caminaba a su lado cogido de la mano; o arrellanado en el sillón leyendo el Agade en la celebración anual de la Pascua.
¡La Pascua!: "aquellos judíos que se han apartado hace mucho de la fe de sus padres y han corrido en pos de lejanas alegrías y honores se sienten conmovidos hasta lo mas hondo de su corazón cuando por azar llegan a sus oídos los viejos y familiares sones de la Pascua", le había leído a Heine y eso le ocurría a él, a León Saldaviel Anqaua, mediante este azar de recuerdos que le asaltaban a causa de la injusta agresión propinada a su padre en sueños: se estremecía al recordar los sones pascuales; su padre, como él mismo, había perdido la fe de sus mayores; no así el fervor por esa festividad tradicional en memoria de la liberación del pueblo judío del yugo imperial faraónico; justificaba esa admiración con el mas puro lenguaje marxista: "hay que conservar, alentar y revitalizar las tradiciones progresistas de los pueblos del mundo"; y esta era una de ellas y de su propio pueblo; además, repetía, como si de un artículo de fe se tratara aquella afirmación de los historiadores -muy acertada por otra parte- "pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla"; añadiendo muy serio:
-- "Con esta fiesta primaveral el pueblo judío se hermana con las masas oprimidas y en estos momentos de riñas sangrientas en varios lugares de la tierra hasta la confraternización de ademanes es una barricada a tanta barbarie, a tanta sangre inútil"
Además de su conciencia de clase, de su ideología marxista-leninista -luego desmoronada al primer toque de las trompetas de la historia como en Jericó- su padre era consciente, sentado a la mesa, en torno a parientes y amigos -- entre los que recordaba a su tío Samuel que ha continuado con la tienda que su padre le dejó en herencia, y su prima Sara con la que tantos ratos agradables pasara jugando de niños --"de la profunda miseria, del amargo ultraje y los graves peligros en que viven" los judíos diseminados por todo el orbe.
Se le ha quedado prendida en la memoria, como gaya en ojal, la fecha de la fiesta: la víspera del decimocuarto día del mes de Nissen; durante muchos años solo representó, para León Saldaviel Anqaua, el brillo de la loza en la sala iluminada: bandejas, platillos, copas, vasos; la colocación de los alimentos: los tres panes ácimos y las seis fuentes con el huevo, la lechuga, la raíz de rábano, el hueso de cordero y las pasas, la canela y los frutos secos; sin embargo, entre todo, destacaría siempre el libro, ese libro maravilloso llamado Agade, de donde brotaban, como agua de un manantial mágico, en la voz de su padre --y volvió a llorar-- esas historias y leyendas de tiempos pasados, esas anécdotas, esos himnos...; se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva; y la comida fraternal, comunal; y el vino, ¡qué vino!, los cuatro vasos de vino ¡deliciosos! que ahuyentaban la tristeza y desataban las lenguas.
Después del segundo vaso de vino su padre decía aquellas palabras del Agade:
-"¡Mira! ¡Esta es la comida que nuestros padres comieron en Egipto! ¡Aquel que esté hambriento que venga y coma! ¡Aquel que esté triste, que venga y comparta nuestra alegría pascual! ¡Este año celebraremos la fiesta aquí, pero el año que viene lo haremos en la tierra de Israel! ¡Este la celebramos aún como siervos, pero el año que viene lo haremos como hijos de la libertad!"
No hay nada nuevo bajo el sol, se dice abriendo los ojos, mientras el autobús se tragaba los kilómetros rumbo a Hervás.
Al menos él no apreciaba novedad; o no estaba en disposición de verla; ni de arrancar, por tanto, al fragmento de terruño que atravesaba, tesoro alguno.
León Saldaviel Anqaua enhebra su pensamiento.
Se había sentido feliz desde que entró en Sefarad aunque el dichoso sueño le estaba amargando el viaje sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Felicidad que nadie podía atribuir al hecho, indiscutible, de haber atravesado, por primera vez, una planicie de Sefarad: no se correspondía con la realidad; si pareció flotar, levitar, en una nube venturosa de contento, no era a causa del retorno a la vieja heredad sefardí acorralada; o a causa de alguna influencia, estremecimiento, impacto producido por esa inmersión en la historia solariega, no; León no era, precisamente, un Yehuda Haleví con un norte definido adonde dirigirse, con una Tierra Prometida que alcanzar, no; la interpretación era mas elemental, mucho mas sencilla: la zambullida repentina en esa alberca solar de la primavera; ¿que ora se había establecido en Sefarad?: bien, de acuerdo; pero podía haberse instalado en cualquier otra; el hecho, cierto, era que su cuerpo, aterido por la niebla y el frío y algunas otras heladuras, lo había agradecido: elemental química astral: así de claro.
Quería hacer hincapié en esto: el panorama castellano no le produjo una impresión singular como esas que se quedan grabadas para siempre en la retina, no; no era ni mas ni menos hermoso que otros; y desde luego menos lujuriante que muchos; su bienestar debióse al contraste con la atmósfera gélida y neblinosa que acababa de abandonar; de modo que, el sol y una temperatura agradable, acariciaron su cuerpo concitándose para que olvidara el acerbo recuerdo del Averno de fría y nebulosa envergadura del que había escapado milagrosamente.
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