EL VAMPIRO Y LA HEREJÍA BOSNIA Y LOS BOGOMILOS
(A propósito del libro de Torquemada ‘Symbolum pro informatione manichaerum’ y otros textos ejemplares que se ocupan de esta cuestión esencial…)
(A propósito del libro de Torquemada ‘Symbolum pro informatione manichaerum’ y otros textos ejemplares que se ocupan de esta cuestión esencial…)
Por Joaquín Lledó
En realidad nunca duerme. Siempre está ahí, agazapado en el límite. Alimentándose de nuestro pensamiento… que no deja de referirse a Él. Nutriéndose de nuestra fascinación, de nuestro vértigo. Incluso su contrario es una ilusión sin sustancia. Y aún más, aquello que formalmente se presenta como su contrario no es en realidad otra cosa mas que su reflejo. Un disfraz en el que se oculta. Todavía más pérfido. Todavía más peligroso. Y si algo consigue tener alguna consistencia sin ser Él, este algo no es otra cosa que el acto de resistirle. Sólo nosotros podemos ser su contrario. Sólo nosotros podemos serlo. Resistiendo a su llamada. Diciendo no en nombre de una luz que no es, que no pude ser del mundo, porque es patrimonio exclusivo de nuestros corazones. Que es allí donde mana esa negación radical a comulgar con ruedas de molino, ese rechazo ‘visceral’ a la atracción de los sentidos, esa disponibilidad a lo utópico y a lo aparentemente imposible. En definitiva porque es allí donde late esa rebeldía que nos hace rechazar la ignominia de lo que fatalmente es en nombre de algo que evidentemente no tiene existencia en este mundo. Que en realidad esta luz de la que hablamos no es –no puede ser otra cosa que vacuidad, vacío. Vacío mas no nihilismo –porque cualquier agitación fanática se pone siempre a su servicio y todo escepticismo le sirve-, sino simplemente enconada resistencia a dejarse englobar por Su orden frío y muerto; desesperada –más firme- fe en la libertad. En esa libertad que se niega obstinadamente a aceptar lo que es –es decir lo que Él pretende que las cosas sean-. De ahí que esta luz de la que hablamos sea vacuidad, vacío. Y es solo el intento que Él hace de apropiarse de tan alta plaza la que transforma tan misteriosa luz en llama que se levanta rebelde para negar Su perfidia. Y por eso abrir nuestro corazón al otro –es decir a lo otro, a lo diferente- para dejarle compartir con nosotros ese fuego sagrado –y hacerlo sin bajar por ello las barreras inmunológicas que nos defienden de Aquel que se infiltra por todos los resquicios- es, muy probablemente, el gran reto actual.
Porque de lo que se trata no es de, por negar este orden imbécil e injusto, dejarse convertir por este o aquel fanatismo que pretende derribarlo, sino de que, negando este orden, negar también todo otro fanatismo, todo otro dogmatismo; no aceptando otro radicalismo que esta obstinación por la libertad.
Y lo curioso –y de una cierta manera triste- es que así lo entendía, ya en el siglo X, Bogumil, el creador de la herejía que durante cerca de dos siglos, llegó a ser el pensamiento casi oficial de la independencia de Bosnia.
Nacido en Bulgaria, el creador del bogomilismo vivió en la época del mítico rey Petar (927-969), es decir solo un siglo después de la conversión de este país al cristianismo oriental. Los turcomongoles que habían franqueado el Danubio en el siglo VII se habían mezclado ya con los eslavos y, dueños de un territorio que se extendía desde el Adriático hasta el Mar Negro, se habían sedentarizado y cristianizado, aunque todavía se mantenían independientes de Bizancio. Y muy probablemente fue esta independencia la que permitió que floreciera en Bulgaria esa heterodoxia que en otras circunstancias hubiera sido brutalmente reprimida. Pensamiento que, llevando al hombre a la última paradoja, detenía el demente galopar de sus corceles, el bogomilismo fue desde sus orígenes percibido por los poderes seculares como una amenaza. Y las razones de esto las vemos todavía ahora en el conflicto que motiva esta reflexión.
La cohabitación de hombres diferentes –y por supuesto de pensamientos diferentes- es el proyecto formulado por, al menos, una de las partes implicadas en la guerra actual de Bosnia. Y esta posición de aquellos que, lógicamente, son los más débiles es, evidentemente la más cercana al bien, ya que no es el Bien de algunos, sino un deseo de algunos, un deseo de erradicación del totalitarismo que pueda permitir la existencia del ‘bien’ de todos. Pero en realidad nadie parece creer en esta propuesta. Nadie. Y menos que nadie los poderes establecidos, esos que se dicen ‘democráticos’. Como si todos confiaran en la mala fe de aquellos que esto proponen y esperarán que estos musulmanes –que tan poca apariencia tiene de moros pues todo lo más, los más humildes de ellos, parecen ligeramente agitanados –terminen radicalizando sus posturas y reclamen la ayuda de sus hermanos de fe que, como todos sabemos, son mucho más decididos y fanáticos. Por supuesto esto justificaría inmediatamente el apoyo de muchos de los que hoy se callan en el bando contrario y, haciendo resurgir el santo espíritu de las cruzadas, daría fin a toda esta lamentable historia en pocas horas.
Y esto es así porque en el que todos creemos es en Él, en la bestia totalitaria. En Aquel que duerme en nuestras conciencias sediento de sangre. Como si nuestro pensamiento solo fuera el vértigo de su adoración, la esperanza de su advenimiento. Vértigo al que sólo retiene el débil eco de aquel pacifismo que un día consiguió detener la guerra de Viet-nam –y que hoy avergüenza al primero de nuestros líderes que no deja de justificarse por aquel pecado de juventud-, lo que, creo que todos estaremos de acuerdo, poco freno es.
Por eso no se trata aquí y ahora de encontrar en el conflicto bosniaco, como muchos desearían, quienes son los buenos y quienes son los malos. Una vez más de lo que se trata simplemente es de decir no a las obras de este mundo, reivindicando ese derecho –y esa obligación-de resistir al Mal, esa Bestia terrible y sanguinaria que lleva el hombre, siempre en nombre de oscuras e ilógicas razones, al holocausto y al terror.
La razón y el laicismo fueron en un momento armas con las que intentamos hacerle frente. Pero Él supo apoderárselas y en nombre del Progreso, y bajo el disfraz del Capital o bajo otro nombre no menos brutal de la dictadura del proletariado, supo ponerlas a su servicio. Porque Él es siempre el todo. Si hay Dios, Él es ese Dios. El, el más radical del mundo.
Se ha pretendido ver, desde nuestro punto de vista injustamente, el bogomilismo como un mero epígono del maniqueísmo. Es cierto que los maniqueos habían abierto una brecha –tan profunda como aquella que el siglo pasado abriera el marxismo con su teoría de la lucha de clases- en la misma idea de Dios para hacer de Este dos entidades rivales, enzarzadas desde el origen de una cósmica batalla. Y cierto es que los bogomilos también concebían una entidad terrible y perversa y un principio luminoso que era para los herejes más radicales, como ya hemos sugerido, pura negación, búsqueda de la vacuidad. Pero esto solo es una de los aspectos del complicado problema.
A finales del siglo X, es decir muy poco después de la muerte de Bogomil, Bulgaria cayó bajo el yugo de Bizancio. Y fue bajo la ortodoxia impuesta por Constantinopla que la heterodoxia creció y se desarrolló verdaderamente. Movimiento de resistencia ya en su origen, el bogomilismo se radicalizó con la ocupación bizantina aunque, poco más de un siglo más tarde, volviera a moderarse con la recuperación de la independencia búlgara. Pero en ese momento el pensamiento rebelde ya se había extendido a la vecina Servia, donde los herejes fueron llamados babunis. Por supuesto cuando a su vez llegó la independencia a los servios y estos pudieron constituir una iglesia nacional que, aunque autocéfala, defendía un estricto dogmatismo ortodoxo, la radicalidad de las ideas de los bogomilos entraron en conflicto con el nuevo poder y los heterodoxos fueron reprimidos y perseguidos. Mas el movimiento ya se había infiltrado en bosnia –donde sus adeptos fueron llamados patarenos-, una región en la que por cierto se enfrentaban desde hacía mucho tiempo el cesaropapismo romano y la ortodoxia bizantina. Por otro lado el feudalismo se afianzaba en ese momento en Bosnia como en otros lugares, y los señores locales encontraron en los bogomilos argumentos para su lucha contra todo poder centralizador, fuese ese el de los católicos húngaros, el de los ortodoxos servios o el de los bizantinos. Por supuesto poco importaba el total pacifismo de aquellos a los que los propios bogomilos llamaban ‘los perfectos’; el movimiento arrastraba tras él a todo tipo de descontentos y, como diría algún tiempo después Cosme el Presbítero: ‘Muchos no saben en qué consiste su herejía; piensan que padecen persecución por la justicia y que un día Dios les premiará por las torturas y prisiones que sufren…’.
El resultado de todo ello fue que mientras en la ya independiente Bulgaria, el país que había visto nacer el bogomilismo, se moderaba, en Bosnia se hacía cada vez más extremista. Para los búlgaros las obras del mundo habían dejado de ser el Mal absoluto. De alguna manera simples reformistas, los herejes búlgaros postulaban ya la idea, cercana a las teorías agnósticas, de la existencia de pavesas de luz dispersas por doquier en la creación; pavesas que los iniciados debían de ir recuperando lentamente para conseguir, un día más o menos lejano, transformar con ellas el mundo. Por el contrario los patarenos bosnios, sumergidos en un caos similar al que desgraciadamente viven en la actualidad, fueron abandonando toda esperanza en una solución progresiva e incluso final. Quizás eran lejanas influencias del budismo que los jinetes procedentes de Asia Central trían pegadas a los talones las que fueron transformando y desarrollando un pensamiento que ya no apostaba por la victoria de uno u otro de los eternos principios, sino que quería conseguir por el camino de la resistencia y el uso de la paradoja, un estado de no-dualidad liberador, evitando caer en la trampa de cualquiera de esos dogmas o certezas que, ofreciéndose al alma desgarrada como consuelo, en realidad la condenan a la esclavitud y, privándola de su principal virtud, que no es otra que la libertad, la encierran definitivamente en la oscuridad y en la ignorancia. En este proceso –y al menos de una cierta manera- el bogomilismo había transformado el maniqueísmo de sus orígenes en un nuevo cinismo. Mas la idea unitaria que lo vertebraba ahora es la de una resistencia enconada a la ilusión de los sentidos y a los engaños del Mal, no en nombre de un Bien al que se debiera acceder o que se debiera conquistar, sino simplemente en nombre de una liberación que debía hacer al hombre indiferente a la pasión del mundo. No insolidario, sino sujeto de una compasión igualitaria sin identificación con ningún principio superior que no fuese el del mal radical del mundo y el derecho del hombre a buscar su liberación; es decir una compasión sin dogmas, sin encarnaciones, sin Mesías. Como renunciando a la Esperanza y a la Historia de adepto desmontara la trampa que le esclavizaba y, espectador desilusionado de la ‘cósmica’ batalla, hundiera su alma en el sosegado océano de la diversidad que se esconde más allá del torpe velo que trenza el eterno conflicto del bien y del mal, para desde allí acceder a esa Realidad que no es –ni puede ser- de este mundo en el que siempre rige lo binario en nombre de la totalitaria Unidad. Entendámonos bien ya que el matiz es tan tenue que fácil es equivocarse. El bogomilismo ya no negaba al Dios único en nombre de los Dioses, sino que buscaba esa No-Dualidad paradójica y ‘desilusionada’ –brahmánica- que contempla con indiferente compasión la lucha de lo constructivo y lo destructivo –Visnú y Siva- y que abismada en el nirvana de la meditación, no participa, ni quiere participar, en este inútil combate. Mas esto dicho, cometeríamos un grave error si consideráramos la herejía en si mismo inútil. Su resistencia al mundo y su radical rechazo a considerar válido el absurdo y bárbaro combate que en el mundo se celebra era de gran importancia entonces y continúa siéndolo ahora, en la actualidad.
La importancia que tuvo entonces lo demuestra el hecho de que, perseguido siempre y derrotado mil veces, el bogomilismo continuó desarrollándose y propagándose durante siglos. La llegada a la región de las sucesivas cruzadas occidentales y las guerras y conflictos que enfrentaron a los cruzados con los bizantinos, lejos de acabar con la herejía, facilitaron que esta se extendiese hacia Occidente. Primero en Sicilia, donde los bogomilos fueron llamados buziani, y más tarde en Occitania, donde recibió nombre de cátaros o búlgaros, los herejes encontraron un terreno abonado por siglos de despotismo e ignominia. Así el pensamiento rebelde, dando la espalda a los sangrientos combates que enfrentaban a los poderosos e ignorando las hipócritas razones que aparentemente minaban estos enfrentamientos, fue prendiendo en el corazón de muchos de aquellos que buscaban desesperadamente la paz y la pureza y cuyo único reino era el de los humildes. En cuanto a la importancia que un pensamiento de esta índole puede ejercer sobre nuestro tiempo es evidente que hoy, de nuevo, solo una radical crítica y un total distanciamiento de las ‘verdades’ de este mundo puede, si no dar la solución, si al menos abrirnos el camino hacia ese sosiego interior y ese encontrarnos con nosotros mismos que es condición sine qua non para que pueda manar esa tolerancia y esa compasión ya hoy –desgraciadamente como siempre- parecen estar ausentes del mundo.
Se ha hablado mucho de las relaciones de similitud e incompatibilidad existentes entre herejía y el cristianismo. Evidentemente en el bogomilismo encontramos algo de esa espiritualidad esenia que tampoco encontramos en el primer cristianismo, ese de mártires y perseguidos de los 3 primeros siglos. Iconoclasta y marginado el primer cristianismo fue, como el bogomilismo, una ideología de la resistencia hasta el momento en que, victorioso, pasó a transformarse en la religión del imperio y a, lógicamente, servir los intereses de este. Claro que tampoco hay que olvidar que, gracias a San Pablo, el cristianismo fue ya desde sus orígenes una organización en la que la importancia de la jerarquía fue fundamental, mientras que el bogomilismo negó desde el primer momento las jerarquías y las investiduras, manifestándose en todo momento completamente en desacuerdo con cualquier intención de constitución de un orden ‘sagrado’. De una cierta manera la controversia no era muy diferente de aquella que desde las postrimerías del siglo pasado hasta mediados de este ha enfrentado a comunistas y libertarios.
Para los bogomilos lo más alto solo podía ser vacuidad, misterio, enigma. Casi gnósticos en su agnosticismo, inquebrantables en su escéptica certeza, los bogomilos no se daban otra misión que la de desalterarse de la infame pasión del mundo, mas con su renuncia creaban –gotas de balsámico aceite el turbulento océano de la existencia- esos oasis de de sosegada tolerancia que en auténticas joyas cuyo brillo irradiaba- e irradian todavía- aquello que podemos considerar la esencia de la auténtica luz. Insignificantes en apariencia, esas brasas incandescentes del paulicianismo, el bogomilismo o el catarismo, son en realidad eslabones esenciales de un mensaje fundamental de la humanidad. Aquel que la lleva al distanciamiento con lo Absoluto en nombre del amor entre los hombres. Pavesas de una hoguera que la historia pretende apagar pero que, una y otra vez, vuelve a encenderse aquí y allá para manifestar su radical rechazo a ese Leviatán que, erigiéndose en portaestandarte de alguna fe religiosa o de algún sagrado interés nacional o étnico, nos conduce, una y otra vez, al más espantoso de los horrores.
En 1244, con la toma de la fortaleza de Montsegur y el holocausto en la hoguera de de los recalcitrantes herejes, el catarismo fue aparentemente erradicado del sur de Francia aunque sus principales postulados –principalmente su rechazo de las investiduras y su resistencia al cesaropapismo- continuaron propagándose para terminar dando, algunos siglos más tarde, nacimiento a la Reforma.
En Bosnia el movimiento se mantuvo hasta que, en las primeras décadas del siglo XV, la amenaza de los turcos, que ya habían tomado Constantinopla, decidió a los poderosos locales a ceder a, buscando el apoyo de Roma, entregar al Papa los más notorios herejes. Es en ese momento cuando Pío II encarga al español Torquemada la argumentación contra la herejía. Obedeciendo las órdenes de Sumo Pontífice el Inquisidor redacta el famoso ‘Symbolum Pro Informatione Manichaerum’.
Pero la traidora entrega de los herejes no tuvo ningún resultado. La llamada del Papa a una cruzada contra los amenazadores turcos no obtuvo ninguna respuesta de las potencias del Occidente y Bosnia fue invalidada por los turcos. Con ese acontecimiento el bogomilismo llegaba a su fin. ¿Totalmente? Nada es menos seguro. La herejía parece hoy olvidada pero eso no quiere decir que las ideas que la alimentaron hayan desaparecido del corazón de los hombres que habitan esta desgraciada región del planeta. No hay que olvidar que por las circunstancias tan especiales que ha vivido Bosnia durante los últimos siglos no se han realizado investigaciones en profundidad sobre su cultura y que todo estudio que se relacionase con la religión –y mucho más con un movimiento tan extremista como fue el bogomilismo- estaba más o menos prohibido por la dictadura. Además hay que tener también en cuenta que, tras la primera y salvaje oleada de la invasión turca –que prácticamente arrasó el país- el Islam, o al menos sus corrientes más esotéricas, adoptó una política de tolerancia que permitió la existencia en su territorio del judaísmo- allí se refugiaron muchos judíos que fueron expulsados de España-, del cristianismo –fuese este oriental o latino- y de innumerables sectas. Heredero de las tesis nestorianas, el Islam también postulaba un Dios radicalmente separado del mundo y directamente vinculado con el alma de cada fiel sin necesidad de mediadores. Y estas tesis eran, como lo hemos visto, muy similares al bogomilismo. Lo que muy probablemente facilitó la asimilación.
Por eso no es descabellado imaginar que esos musulmanes tan particulares de cuyo genocidio somos espectadores impotentes sean descendientes de aquellos bogomilos.
Durante mucho tiempo el misterio de Montsegur y la heroica gesta de los cátaros nos fascinaron. ¿Quién hubiera podido decirnos entonces que ahora, en las postrimerías del segundo milenio, íbamos a ser espectadores privilegiados de una nueva y trágica hoguera…?
Evidentemente el Vampiro no muere.
Joaquín Lledó, redactor jefe de la revista Album Letras Artes, es escritor y director de cine.
(este ensayo de Joaquín Lledó puede leerse en las páginas I, II, III y IV de ‘Fontana Sonora’, suplemento de la revista ‘Caminar Conociendo’ número 4 de mayo de 1995)
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