lunes, 5 de marzo de 2007

Javier Mina: 'Sueños Aqueos'



SUEÑOS AQUEOS

Por Javier Mina


I.
Dejando impresas las huellas de sus enormes pies en la húmeda arena, Ayax Telamónida contempla, sin verlo, el vinoso Ponto. De los corvos bajeles provienen, mezclados con el humo de la cena que reúne en torno de las hogueras a los fatigados combatientes, las cansinas palabras con que, relatando las hazañas del día, parece agradecer a los dioses el haber tenido la vida salva. De pronto la fuerte voz de un narrador más exaltado quiebra el sordo rumor de la ola poniendo alerta al cormorán.
El poderoso Ayax, antemural de los aqueos, sale de su ensueño. No pensaba en la negra muerte, ni en el regreso a casa. Tampoco en la victoria. El mar apenas requería su atención, mucho menos la ciudad asediada. No rememoraba la lucha contra Héctor, el de tremolante casco, ni los regalos que intercambiaron al interrumpir la lid por orden de Zeus. Ayax, el del boyuno escudo, pugna por apartar de si cierta idea que rola en su cabeza como en la orilla la marea de coruscante grava de la playa.
Nadie hay entre los hombres guerrero más fuerte, como no sea Aquiles. Por eso nadie puede comprender mejor el agravio que recibió de éste cuando Agamenón le robó el botín. Respeta al rey de los hombres pero sobre todo acata la cólera del pélida aunque, y ahí los pensamientos se le ennegrecen como cuervos sobre el campo de batalla, de haber recibido él la afrenta no habría conseguido encerrar su ira en la cóncava nave limitándose, por toda represalia, a eludir participar en al guerra.
Que Zeus que amontona las nubes le perdone, pero él habría levantado la espada contra el ofensor así fuera el mismo Atrida. ¿Acaso debe seguir siendo leal a quien quebró la lealtad primero? Si alguien le gasta una jugarreta se las verá con su espada de luciente bronce.
Quiere aplacar su furor -¿es lícito que piense así?- pero no consigue salir de la obstinada red de sus funestos pensamientos. Y cuando, por serenarse, vuelve los ojos a la argentina piel del Ponto topa con la imagen del astuto Odiseo, asolador de ciudades, que su propio corazón le envía para desasosegarle más. ¿Por qué tiene que aparecérsele precisamente en tan negro momento la imagen del maldito arribista?

II.
La calígine sumerge Troya en ondas marinas. Elevándose en medio de la polvorienta llanura, la bien murada Ilión riela bajo la pesadumbre del poniente. Odiseo, el fecundo en recursos, contempla la enemiga ciudad y, bajo el efecto licuefactor de los rayos solares, cree estar contemplando su amada Ítaca tal como la viera por última vez desde la popa de la velera nave que le traía para arrebatar a Príamo y a los troyanos el trofeo de la argiva Helena, y con ella la gloria.
De eso hace muchos años largos. Nueve años de penurias, polvo y combate. De no ser por los buenos consejos y la protección de la diosa Atenea, la de los ojos de lechuza, posiblemente habría muerto y su carroña se la habrían disputado los buitres y la voraz llama. Nueve años lejos de Penélope y de los amenos y verdes prados tan queridos.
La edad amansa los ímpetus juveniles y así como los peces huyen del ingente delfín, de igual manera las ínfulas heroicas decaen con los años. ¿Acaso se está volviendo cobarde? No es eso. Pero la guerra está durando demasiado. De no ser por los caprichos de Aquiles podían estar ya aparejando las naves de muchos bancos para con la ayuda de los sempiternos dioses surcar las purpúreas olas de vuelta a la tierra de los ancestros.
¿Qué impedía a este obstinado fingir que aceptaba de buena gana que Agamenón le arrebatase a Briseida y, después de aniquilar a los teucros y derribar las murallas de la orgullosa Ilión, cobrase la venganza que dictase el corazón y le permitieran los dioses? Había que aceptar que su concurso era precioso para buena marcha de la guerra y, de no deponer su obcecada y femenil actitud, volverían a transcurrir otros nueve años de fragorosas luchas. ¡Que Palas Atenea insuflara cordura y astucia en las revueltas entrañas de Aquiles, pastor de hombres!, pues, aunque fuese muy duro reconocerlo les era más necesario el hijo de Peleo que el propio Atrida.
Así resolvía su corazón Odiseo, famoso por su lanza, en tanto las lágrimas surcaban sus ardientes mejillas como surcan las ligeras naves la anchurosa espalda del mar, una y otra vez regresaba de la estéril llanura a la casa de sus padres en la adorada Ítaca cuyas tierras acarician la higuera, el olivo y la vid. Bajo el umbral adornado por la parra que el alígero céfiro mece recibía el beso de la fiel Penélope.
Tendrá que hacer algo, se obliga mientras hunde, al incorporarse, con fuerza, el pie en la tierra. Una nubecilla de polvo borra el destello que el crepúsculo levanta en sus broncíneas grebas. Ha de tramar un ardid que le permita introducirse en la aborrecible ciudad y, tras ampararse de Helena, la de hermosa cabellera, derruir las ofensivas murallas y acabar con la estirpe teucra. Luego, podrá embarcar en la cóncava nave y ganar Ítaca al cabo de breves jornadas.

III.
Nada se agradece combatir siempre y sin descanso. La misma recompensa obtiene el que se queda ganduleando en su tienda que el que arrostra sus dardos que con funesta saña le envía el enemigo, y, abriéndose paso por entre el heridor enjambre, acomete con su lanza el orgulloso pecho del oponente. Sintiendo el amargor de la desabrida acedera en la lengua, Aquiles, el de los pies ligeros, rumia acerbos pensamientos. Así como la dulce oliva suelta su aurífero jugo en el trojal, así apretaba el pélida los frutos del resentimiento para embriagarse con los vapores de la justa cólera.
Se había arrimado a un pequeño ribazo donde, bajo la tremolante protección de encina carrasca, poder, al reparto del campamento aqueo, dejar que su corazón sangrara sin testigos.
Sobre el vinoso Ponto perduraban las últimas chispas que al carro de Apolo dejara en recuerdo de su paso. Una ligera brisa medía las humildes yerbas que durante la jornada pisaran los caballos de flexípedes cascos. El aire vibraba convulso con los metales del combate como si no habiendo podido terminar de absorberlos cuando concluyó se diera prisa para conseguirlo antes de que la noche le robara algunos con su manto.
--“He de disfrazarme como una mujer para poder salir a hurtadillas de mi nave y cultivar mi cólera por estos andurriales. Y todo a causa de ese ingrato robador de honores y recompensas. Yo apreciaba y quería a la mujer que me arrebató… ¿Creerá que solo los ATRIDAS son los únicos hombres, de voz articulada, que aman a sus esposas? Si el desgraciado Agamenón metió un ejército en las cóncavas naves para que su hermano Menéalo pudiera recuperar a Helena, la de hermosos cabellos, ¿no podrías suponer que el desdichado Aquiles haría otro intento para recobrar a la gentil Briseida? ¿Por qué los dioses no me consienten lanzar mis mirmidones contra el blasfemo Atrida?”
Lentamente las ásperas hierbas se van abriendo para dejar paso a un indolente y añoso galápago. Inmerso en la ponzoña de su animosidad, el de los pies ligeros, no alcanza a verlo hasta que las uñas de la tortuga le arañan la puntera de la sandalia.

--“Humilde criatura que los dioses ponen en el camino de Aquiles para frenarle los homicidas impulsos. ¿Acaso vienes a escuchar las razones que su lengua expondrá cuando el ingrato Atrida le envíe una delegación para en su cólera? Si lo deseas las recapitularé. ¿No? ¿Escondes tu arrugada cabeza bajo la dura bóveda que te protege día y noche? ¿Tal vez prefieres saber quienes vendrán? Pondría la mano en la abrasiva llama a que Ulises, pródigo en ardides, será de la partida y puede que también Fénix, caro a Zeus. No faltará el gran Ayax que, a diferencia de los demás acudirá movido por auténtica amistad. El gerenio Néstor no creo que se atreva… ¿Tampoco te interesa?...

Como el río desvía su curso ante el peñasco para mejor proseguir su camino, de la misma manera el tímido galápago se aparta de la resentida voz a fin de mejor perseguir sus presas. El ligero de pies la increpa.

--“¿Tanto te da la justa cólera de Aquiles que volviéndole la espalda prefieres incrustar tu corva concha en el humilde rocío que las sencillas yerbas rezuman y así haciendo dejar dicho que estás muy por encima de sus cuitas? ¿Son tus razones más poderosas que las mías?
Tal vez estés en lo cierto y un día se diga que la tortuga venció a Aquiles.”

Javier Mina es escritor nacido en Navarra y afincado en Donosti (Guipúzcoa)

(Páginas V, VI y VII de la ‘Fontana Sonora’, suplemento de ‘Caminar Conociendo’, número 4 de mayo de 1995)

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